Su madre tenía un nombre para ella desde antes de que naciera. Un nombre que venía de su lengua, del mapuche, con un significado profundo: belleza, fuerza, juventud, y también un gesto de pertenencia femenina. Lo eligió con un deseo claro: que su hija creciera sabiendo quién era y de dónde venía. Años más tarde, un fallo de Cipolletti reconoció la elección y autorizó que ese nombre sea el que figure en sus documentos oficiales.
Su padre fue quien realizó el trámite en el Registro Civil y, según contaron después, la persona encargada de tomar los datos no comprendió bien lo que él dijo. O quizá él no supo explicarlo. Lo cierto es que anotaron otro nombre. Uno que no tenía nada que ver con el que su madre había elegido, ni con el que la acompañó desde su primer día de vida. Un nombre que no decía nada sobre su identidad.
Con el paso del tiempo, esa diferencia se volvió dolorosa. Porque en casa, en el jardín, en la escuela, todos la llamaban por el nombre que su madre había elegido. El otro, el que aparecía en los documentos, solo servía para trámites. Pero ella no lo usaba. No se reconocía. No le pertenecía.
A los seis años, dejó de ver a su padre. Contó que lo último que recordaba de ese vínculo estaba marcado por el miedo. Desde entonces, siguió creciendo con la certeza de que ese nombre impuesto no hablaba de ella. Cada vez que debía firmar un formulario o presentar una constancia, sentía que alguien más aparecía en su lugar.
Cuando cumplió dieciséis, su historia llegó al fuero de Familia. Allí explicó todo con claridad: el error en la inscripción, el sentido del nombre original, el desarraigo que sentía cada vez que usaba el otro. Dijo que no se trataba solo de una cuestión administrativa. Que era su identidad la que estaba en juego.
El equipo técnico que la entrevistó escribió un informe donde destacaron su madurez y su comprensión. Confirmaron que la situación le generaba un malestar real, que no se trataba de un capricho ni de una idea pasajera. En la audiencia, frente al juez, ella volvió a decirlo: desde que tiene memoria, se presentó con ese nombre. Lo usó en la escuela, con sus amigas, con su familia. El otro no la representa.
También su escuela envió una nota. Allí dijeron que toda la comunidad la conoce por el nombre que siempre usó. Nadie la llama de otra forma. Nadie la identifica con el nombre registrado en su partida de nacimiento.
La sentencia tomó en cuenta su historia, las pruebas presentadas y el marco legal que protege el derecho a la identidad. Finalmente, el fallo autorizó que su documento diga lo mismo que ha dicho siempre su historia, su entorno y su propia voz.