Un operador social aceptó de manera excepcional cumplir funciones de vigilancia nocturna en un centro comunitario de Bariloche a pedido de su empleador. No se trataba de una tarea habitual ni de un ámbito preparado para ese tipo de custodia, pero la jornada avanzaba sin sobresaltos y el lugar permanecía en calma. Cerca de la madrugada, dos hombres se presentaron en el predio y solicitaron ingresar. Eran conocidos del barrio y tenían vínculos con personas que frecuentaban el lugar, por lo que el trabajador les abrió la puerta sin advertir el riesgo que esa decisión implicaba.
A partir de ese momento, la situación se tornó violenta. El operador social fue amenazado, sometido a agresiones físicas y psicológicas, privado de su libertad durante varias horas y expuesto a un contexto de intimidación constante. Tras lograr escapar, dio aviso a la policía. El episodio no terminó allí: las consecuencias se manifestaron con el tiempo y comenzaron a afectar de manera persistente su salud psíquica y su vida cotidiana.
Durante esas horas, el trabajador permaneció bajo control de sus agresores, sometido a golpes, amenazas reiteradas y situaciones de humillación. Fue obligado a permanecer despierto, a ingerir bebidas alcohólicas contra su voluntad y a soportar agresiones que incluyeron quemaduras con cigarrillos. Las intimidaciones no se limitaron a su persona: también alcanzaron a su entorno familiar, lo que incrementó el nivel de temor y vulnerabilidad.
Ese contexto de violencia sostenida dejó secuelas que no se manifestaron de inmediato, pero que con el paso del tiempo se tradujeron en un deterioro progresivo de su estabilidad emocional. La reexperimentación del episodio, los estados de angustia intensa, la dificultad para desenvolverse con normalidad y los sentimientos persistentes de amenaza comenzaron a interferir de manera directa en su vida laboral, social y personal.
Ese hecho ocurrido dio inicio a un recorrido administrativo que, ante la falta de una respuesta integral, derivó en una demanda judicial. En una primera instancia, la aseguradora de riesgos del trabajo rechazó el siniestro. Sin embargo, la intervención de la Comisión Médica revocó esa decisión y reconoció el carácter laboral del episodio. Aun así, tras el tratamiento brindado, se otorgó el alta médica sin reconocer secuelas incapacitantes, lo que motivó un nuevo reclamo por divergencia en la determinación de la incapacidad y, posteriormente, un reclamo en el fuero laboral.
Durante el proceso se produjeron pericias médicas y psiquiátricas. La evaluación física descartó la existencia de lesiones corporales con incapacidad permanente, pero la pericia psiquiátrica describió un cuadro depresivo severo, con impacto significativo en el funcionamiento cotidiano del trabajador, su calidad de vida y su estabilidad emocional.
El Tribunal ponderó especialmente la gravedad del hecho sufrido en el ámbito laboral y el nexo causal entre ese episodio y las secuelas psicológicas acreditadas. Si bien la pericia psiquiátrica propuso un grado elevado de incapacidad, la Cámara encuadró la patología conforme el Baremo legal vigente y fijó una incapacidad laboral permanente parcial del 25%.
La sentencia condenó a la aseguradora de riesgos del trabajo a abonar la indemnización correspondiente por capital e intereses y a brindar al trabajador todas las prestaciones médicas que su dolencia requiera. El fallo de primera instancia no está firme porque puede ser apelado.